sábado, 23 de enero de 2010

Otra vez oigo a los vecinos de arriba, ya de madrugada. No hace falta que ponga el despertador, sus molestos gritos se encargan de ocupar el lugar de ésta máquina. Ya estoy en la calle y aún se pueden apreciar esos horrendos sonidos de desprecio. Ellos me hacen pensar que soy afortunado al no estar enamorado de nadie.
En el portal me encuentro al siniestro vecino del cuarto, con otra niña mas, no sé en que trabaja pero siempre lo veo llegar con niñas de la mano. Aunque, ahora que lo pienso, siempre que le veo salir lo hace solo. Él si es un buen vecino, nunca hace ruido.
Iba a pasar por el callejón que da a mi trabajo, es mi pequeño atajo. Justo cuando estoy a punto de entrar observo a un conjunto de hombres, armados con navajas, bates, cadenas y otras armas blancas, que le están metiendo una paliza a un pobre hombre, que se negó a darles todo lo que tiene. Entonces decido que era el momento de cambiar la ruta habitual por otra más larga pero segura. Por el camino actual hay tanta gente que es imposible que alguien me atraque.
No hace falta, me llevo la mano al bolsillo y no hay nada, pero antes había metido la cartera en él.
La ausencia de mi peligroso atajo hace que llegue con cierto retraso al trabajo. Nada más llegar, mi jefe se dirige a mí con un tono muy agrio, y me dice que no acepta este tipo de retrasos y que la próxima vez me despedirá. Y me fui a mi puesto de trabajo. Pasada mi jornada, salí de allí y volví a casa.
Al llegar, los vecinos de arriba aún continúan con esa discusión que no parece tener fin. Llega un momento muy extraño que nunca antes se había oído, empiezan a escucharse cosas rompiéndose contra el suelo, eso sí, entre los gritos habituales. Pero, de repente, el silencio se apodera de la estancia, hasta el momento en el cual empiezo a escuchar a alguien llorar, pero no distingo quien es el emisor de ese sonido.
Pasadas unas horas el silencio se ve interrumpido por la sirena de un coche patrulla, que se detiene frente al edificio en el cual me encuentro y de él salen un par de agentes de la ley, que suben a paso ligero las escaleras. Los observé a través de la mirilla de mi puerta, y luego bajaron, pero ésta vez no lo hicieron solos, si no acompañados por el caballero del piso de arriba, que bajó esposado entre los dos policías. Más tarde vuelven a subir otras dos personas, que llevan arrastrando a la mujer del piso de arriba. Ésta tiene la cabeza ensangrentada y la mirada totalmente perdida.
Tras un par de semanas mi vida continua, como si nada hubiera pasado, aunque suelo llegar con el tiempo justo al trabajo, pues yo ya estaba acostumbrado a no tener que usar el despertador. Tampoco me extraña que no me afectara su pérdida, ni siquiera se su nombre, no es que ella fuera muy sociable, ni yo tampoco.
Cierto día, me reencuentro con la banda que poco a poco se va adueñando del callejón, lo que me retrasa y provoca mi despido.
Vuelvo a casa y el vecino del cuarto vuelve a coincidir conmigo, con otra joven. Es curioso, todas las niñas que trae consigo tienen unos rasgos físicos muy similares.
Subo a mi casa y me tumbo en el sofá a dormir un rato. Algo me despierta de un susto, es una melancólica voz de socorro. Salgo al portal y compruebo que no soy el único vecino que salió alterado a ver si averigua la causa de tal grito. Todos empiezan a hablar entre ellos, uno llama a la policía, otro vuelve a su casa… Todo pasa muy rápido hasta que llega la policía y los vecinos narramos lo sucedido. Los agentes van pasando puerta por puerta para averiguar si todo va bien. Al llegar al cuarto piso, el hombre con el que me había cruzado no está en su casa, pero los policías entran de todos modos al saber que yo le había visto entrar y no contestaba.
La casa está vacía, pero se empiezan a oír unos golpecitos, no muy fuertes. Al ser unos golpeteos cada vez más débiles cuesta mucho identificar el lugar del que proceden. Poco a poco la policía descubre que vienen de un armario. Así que, con mucha precaución, lo abren y descubren a la jovencita con la que había llegado. Ella está asustada, agotada y amordazada, tiene también una serie de heridas por todo el cuerpo, de las cuales algunas derraman ríos de sangre. Rápidamente llamamos a una ambulancia, que ya está de camino. Mientras viene la ambulancia, la comunidad de vecinos describimos al inquilino del cuarto, para que las fuerzas de la ley le identifiquen.
Resulta que todas esas niñas de rasgos tan similares habían desaparecido, todos los vecinos estábamos viendo como llegaba con esas inocentes niñas cogidas de la mano, pero no sospechamos nada, o no quisimos hacerlo.
Al día siguiente, estoy tan distraído por todo lo sucedido que no me doy cuenta de que el callejón ahora es territorio de atracadores a mano armada, así que paso por él. Cuando ya voy por la mitad de mi antiguo recorrido, un montón de gigantes armados salen de cualquier escondrijo que pueda haber en ese lugar. Me rodean y me quitan todo lo que tengo, mientras me dan un par de puñetazos.
Al salir de aquel nido de delincuencia, me dirijo al edificio en el que trabajo. Al llegar me doy cuenta de que ya no trabajo allí. No tenía por qué haber pasado por ese terrible callejón…
¿Qué habré hecho yo para merecer esto? ¡Odio éste mundo y a toda esa panda de seres traidores, egoístas, mezquinos y carroñeros que se hacen llamar humanidad! ¡¿Qué conjunto de almas retorcidas y perversas son capaces de no solo acabar con las otras especies de la tierra si no de acabar también con su propia existencia, matándose los unos a los otros?!¡¿De qué sirve asustarse de todas las historias que nos cuentan acerca del infierno e intentar asegurarse una plaza en el cielo para librarse del, si nosotros ya vivimos en un verdadero infierno?!
De vuelta a casa me encuentro con una tienda de armas, no sé muy bien porque, pero el odio y la ira me empujan a entrar en ella. Una vez dentro, el encargado me dice que necesito una serie de permisos y de papeles para poder comprar un arma, pero, como todo ser humano, acepta cederme el arma sin papel alguno a cambio de una gran suma de dinero.
Me dirijo al callejón, esta vez movido por la furia. Los atracadores salen al encuentro, entonces saco mi reciente adquisición y le lleno el pecho de plomo al primer gorila que se me acercó. Al ver mi reacción, el resto de esos miserables seres huyen despavoridos como hormigas a las que levantas la piedra donde se esconden. Gasto casi todos mis pequeños asesinos de nueve milímetros en no ofrecerles escapatoria posible a esa escoria cobarde, que sólo iban armados con navajas. Éste es su merecido final, he acabado con ellos y me sobra una bala. ¿Qué puedo hacer con ella? Bueno, tengo curiosidad por saber si es posible que exista un mundo peor que este.