sábado, 21 de noviembre de 2009

Eloy Hermida Trujillo
Yo no soy realmente malo, tampoco me considero peligroso. Pero no conozco ninguna manera de hacérselo ver al resto del mundo. Ya sé que algunos de mis actos no fueron los más adecuados, pero no considero que me merezca tal castigo.
Me acababa de adoptar una nueva familia, tenían cara de buena gente, y el bebe parecía simpático.
Una vez en casa me dieron de comer y jugamos todos juntos con una pelota. Todo iba de maravilla ¿Sería este mi hogar definitivamente? Eso creía, en serio, tenía total confianza en ello, pero los sueños solo son eso, sueños.
Pasados unos días, el bebe me cogió por una oreja y empezó a tirar y tirar con todas sus fuerzas. En ese preciso instante me lancé sobre él, no acabo de comprender exactamente porque lo hice, pero me abalancé rápidamente y le arañé toda la cara. Por suerte sus padres me alejaron de él antes de que la cosa fuera a más y se produjera alguna desgracia.
Naturalmente se deshicieron de mí, como muchos otros antes que ellos. El encargado de la perrera ya estaba acostumbrado a mis predecibles ataques de furia que me hacen volver. Ni siquiera cedía mi jaula a otro, sabía que sería cuestión de días.
Después me adoptó otra familia bastante peculiar, formada por una pareja joven y su gato, con el cual no me llevaba nada bien. Siempre que ese escupe pelusas tramposo rompía algo o simplemente hacía de las suyas se las apañaba para que el supuesto culpable fuera yo.
Esta tensión insufrible me recorre todo el cuerpo, no sé cuánto tiempo falta para el gran momento, pero no tengo prisa, mi instinto no me indica nada bueno.
Años después, surgió de las innumerables ocasiones de adopción fue por parte de unos señores mayores, cuyo hijo se acababa de marchar de casa, que se sentían solos y necesitaban compañía. Con ellos sí que estaba a gusto, y llegué a durar mucho tiempo en su casa, pero acabé haciéndoles daño porque me asustaron cuando se acercaron a mí de forma amenazante. Entonces, no sé porque, les pequé un mordisco a cada uno.
El asunto me reconcome cada segundo que pasa ¿Seré un monstruo? Empiezo a pensar que si, cuando echo la vista atrás y recapacito sobre mis actos llego a repugnarme a mí mismo.
El tiempo corre y yo sigo haciendo memoria, algunos recuerdos, de las primeras personas que me adoptaron, están algo borrosos, supongo que son de cuando era cachorro.
Pasaba mucha hambre, mi cuello estaba destrozado y marcado. Me dispuse a intentar beber las cuatro gotas de agua que había en el bebedero, pero no saciaban mi sed.
Me desperté en el veterinario, donde me dieron de comer y beber. Volví a casa y, cuando él se me acercó con la cadena de los castigos, una ola de sensaciones rompió en mi cabeza. Primero sentí respeto, aunque más bien era miedo, en segundo lugar vergüenza, pues algo malo habría hecho, pero la última fue furia, pues ese adicto al sufrimiento ajeno me castigaba hasta por respirar. Así que le ataqué, así sin más. La suerte no se puso de mi lado, era pequeño y el era un gigante ya acostumbrado al maltrato animal. Tras ese incidente fui a la perrera y empezó la cadena de adopciones.
Recuerdo vagamente a mi primer dueño y ahora lo entiendo todo, la culpa de todo este mal comportamiento que me ha perseguido a lo largo de mi vida y que me impidió gozar del calor de un hogar.
Ya oigo al encargado de la perrera al final del pasillo, podría decirse que él fue mi verdadera familia, pero al final se cansó de mí, como todos. Dicen que sólo es un pinchacito, que es algo rápido. Yo no me lo creo, aunque da igual, sea lo que sea lo descubriré pronto.
Aquí llega, empiezo a recorrer el pasillo, que ahora me parece más largo que nunca, y llego a la sala de la que nunca regresó ningún perro.
Ya está pagado todo el mal que hice, ya recibo mi castigo, ya es el fin.
¿Dónde estoy? ¿Es el cielo? Un momento… Aquí hay un cuenco como el mío y una cama como la que tengo en la perrera.
-Pobrecito, no entiendo porque te desmallaste al llegar al final del pasillo. Bueno, mañana te tendré que llevar al veterinario-. Dice una voz conocida.
Resulta que el perrero me ha adoptado, es el único que conoce la razón de mi comportamiento y, por tanto, que me comprende.
Esto me parece un nuevo principio y una nueva oportunidad para mí, voy a mejorar mi conducta a partir de ahora.

domingo, 1 de noviembre de 2009

EL PORQUERIZO

Eloy Hermida Trujillo
EL PORQUERIZO (escrito por la princesa)
Estaba yo tan tranquila en mis aposentos sin esperar que nada especial pasase ese día, mas mis incrédulos pensamientos fueron sorprendidos al llegar a mis dulces oídos noticias de que recibiría unos impresionantes regalos por parte de un conocido príncipe. Pero la emoción que me inundaba fue vaciándose al tiempo que abría los ya famosos regalos
He de reconocer que en un principio la rosa me llegó a impresionar, pero fue innombrable el gran disgusto que me llevé al contemplar que no se trataba ni más ni menos que de una flor natural. El segundo regalo causó gran devoción entre los allí presentes, pues pocas veces puede uno disfrutar de un canto tan perfecto y sofisticado como el que emitía ese sorprendente ave, mas mis pensamientos se centraron en lo cruel que puede ser tener a tal criatura enjaulada, por lo que ordené que la liberaran.
Cierto día, estaba yo, tan sofisticada y mona como siempre, paseando con mis doncellas cuando llegó a mis preciosos conductos auditivos una agradable melodía. Gracias a mi gran ingenio conseguí adivinar que el instrumento que emitía ese sonido era posesión de un simple porquerizo, el cual tuvo la osadía de atreverse a sugerir que mis suaves e inaccesibles labios rojizos rozaran con sus sucios y asquerosos labios de plebeyo, pero no solo una si no diez veces. Claramente me negué a concederle tal placer tan solo por una simple cacerola que, además de emitir ese son, olía a todas las comidas que se estaban a cocinar en ese momento en todo el reino. Pero la tentación pudo con mi dignidad y acabé aceptando el vergonzoso trato.
Después de ese mal trago estuve disfrutando con mis doncellas de aquel maravilloso aparato, pues mi amabilidad me forzaba a compartirlo. Al momento escuchamos un fantástico vals que procedía del último sitio del que pudiera desear que proviniera, de una carraca poseída por el despreciable porquerizo. Esta vez no eran diez, si no cien besos los que el indeseable pidió. En mi incasable lucha por evitar todo contacto con ese pintoresco personaje, decidí hacer alarde de mi insuperable capacidad de regateo para confundir a la suciedad con patas que quería la dulzura de mis labios, pero me resultó imposible lograr tal hazaña dada la cabezonería del porquerizo. Acepté el trato, pero no por mí, por el bien de todos los incultos a los que yo pudiera mostrar grandes vals con la carraca.
Mientras me disponía a darle los susodichos besos, mi padre surgió de entre mis doncellas y me vio dándole uno de los muchos besos que ya le llevaba dado al porquerizo. Su decepción fue tal que tomó la decisión de desterrarnos a ambos. En tal momento, debido una vez más a mi gran inteligencia superior regada por sangre azul, caí en la cuenta de que podía irme a vivir y casarme con ese príncipe tan famoso que me había hecho esos regalos tan horribles, no estaba realmente enamorada de él, pero le podía conceder ese honor a cambio de un hogar.
Para mi sorpresa, el porquerizo resultó ser aquel príncipe, que me despreció en el mismo instante en el que me enteré de quien era con una furia muy intensa reflejada en sus ojos.

domingo, 4 de octubre de 2009

Eloy Hermida Trujillo, 3º ESO B


En los tiempos de mis abuelos, las niñas solían ayudar más en casa que los niños, por lo que he decidido dedicar esta redacción a la infancia de mi abuelo.
Entonces los niños usaban más la imaginación que hoy en día y los niños más traviesos, como es el caso de mi abuelo, hacían unas trastadas muy originales. Recuerdo que mi abuelo me contó que él y sus amigos le dijeron a una señora que vendía gallinas:
-¿Señora, cuánto pide por estos conejos?
-No son conejos, son gallinas.- Respondía ella. Después llegaba otro de los compañeros y volvía a formular la misma pregunta, así sucesivamente hasta que preguntaron todos.
Pero esa técnica tenía más utilidades, una vez, le dijeron a un hombre:
-¿Te encuentras bien? Tienes mala cara.
Al final, tras decirle tanta gente que tenía mala cara, el pobre hombre acabó sintiéndose mal de verdad.
Tales trastadas no se empleaban solo con amigos, mi abuelo también le gastaba bromas a sus hermanos. Una noche, llegó a casa y vio a su hermano Manolo durmiendo con la boca abierta y le metió una vela en la boca. Al día siguiente intentó volver a hacerlo, pero Manolo le cogió y le pegó a más no poder. Otra noche, su hermano le estaba persiguiendo y se colocó bajo el interruptor de la luz, cuando intentó encender la luz le mordió la mano.
No todo era gastar bromas, mi abuelo también iba de fiesta en bicicleta y, para que no se la robaran, él y sus amigos colgaban las bicis de un árbol. Así, mientras bailaban, miraban al árbol y podían mantenerlas vigiladas.
También le gustaba cantar pero lo hacía tan mal que una vez, al oírle cantando una serenata para mi abuela, un perro le empezó a perseguir.
Me gustan tanto las bromas de mi abuelo que no puedo evitar caer en la tentación de narrar otra historia más:
Había en Villalba, lugar donde vivía mi abuelo, un hombre muy rico y con muy mala leche, que siempre llevaba sombrero solía ser víctima de las trastadas de mi abuelo y sus amigos. Lo que hicieron fue atar un cordel al martillo de una casa, pues de aquella no había timbres, y se escondían en la calle de enfrente. Cuando pasó el señor subieron el cordel a la altura del sombrero y se lo tiraron al suelo, cuando él se agachó a cogerlo tiraron fuertemente del cordel para petar en la puerta y que el dueño de la casa le echara la culpa de haber petado a él.
Cada vez que mi abuelo llegaba a casa con heridas sucio o habiendo hecho alguna trastada le pegaban para evitar que volviera a hacerlo, pero él siempre volvía a hacer algo al día siguiente.
En resumen, mi abuelo si no iba calentito para cama no se quedaba tranquilo.

viernes, 2 de octubre de 2009

HOLA Y BIENVENIDO A MI BLOG