miércoles, 26 de mayo de 2010

Dialogo con el espejo
-¡Hola!- Saludé con gran entusiasmo.
-¡Buenos días!-Respondió aquella apuesta figura.
-¿Qué tal has dormido?-Dije para romper el hielo.
-Si tú no lo sabes… Mal vamos.-Exclamó con un tono burlesco.
-Vale, vale. Solo era por hablar de algo.
-Bueno, si te hace ilusión…-hizo un esfuerzo para proseguir.- He dormido bastante bien.
-¿Que tal con mi novia?-Dejé caer la pregunta como si nada.
-Bien, fuimos a…
-¡Aja! ¡Sabía que me la estaba pegando con alguien!-Por fin le mostré mi fatídico descubrimiento.
-A veces me asombra que la gente diga que nos parecemos, porque yo no creo ser tan tonto. A ver, te lo voy a explicar por última vez, yo soy tú.
-Aaaaa… Entonces me alegro de que me engañe contigo y no con otro.-Afirmé con una expresión de alivio en la cara.
-Perdona, pero al que está engañando es a mí, pues soy al que más quiere.-Insinuó con tono de superioridad.
-No digas payasadas, porque me puedo acabar enfadando y rompiendo el espejo.
-Eso sería terrible para ti, un reflejo no suele sobrevivir sin un espejo que le reflecte.
-No seas mentiroso, sabes bien que el reflejo eres tú.
-Aquí el único reflejo eres tú, no intentes auto engañarte.
-¡¿Queréis callaros?!-Gritó con fiereza una figura que habíamos ignorado hasta este preciso instante.
-¿Quién eres?-Preguntamos ambos ante la aparición de éste misterioso personaje, que me resultaba raramente familiar.
-¡Soy aquel que, como no os calléis, va a romper dos espejos de un solo golpe!-Después de decir eso pegó un fuerte portazo y se fue.
-Menudo genio tiene ese tipo…- Dijo mi compañero antes de dar otro portazo.
-Ya,-contestaba mientras me disponía a repetir la misma acción- prefiero ser un simple reflejo a vivir con tan mala leche acumulada.

domingo, 21 de febrero de 2010

Seguro que al oír eso de tortuga rockera a cualquiera le suena a una tortuga que toca rock. Pues ésta vez es distinto, todos me llaman así porque tengo una grandiosa colección de rocas. Además, todo el mundo sabe que no puedo tocar ningún instrumento si no tengo pulgares.
Recuerdo una vez que intenté dedicarme al mundo de la música, pero a los humanos del concurso de canto al que me apunté no les pareció muy musical el ruido que emitimos las tortugas este tipo de concursos los suelen ganar canarios o algún que otro conejo trompetista, pero tortugas… ninguna.
En fin, las rocas me han gustado desde siempre, porque se parecen a mi cuando tengo miedo y me escondo en el caparazón. De hecho, la primera vez que me enamoré fue de una piedra, estuve meses esperando a que saliera del caparazón. Cuando me di cuenta de que solo era una piedra tuve que ir al psicólogo.
Cuando era joven, una liebre me retó a una carrera. Le encontré durmiendo bajo un árbol y, aprovechando que tenía los ojos cerrados, cogí mi patinete y me bajé de él justo al lado de la meta para que pareciera que había corrido todo el camino. Además le pinté la cara, una oportunidad como esa no se puede desperdiciar.
Tanto me gustaba mi afición que decidí dedicarme a la arqueología, con ese trabajo me pasaba el día rodeado de rocas. No descubrí absolutamente nada, aunque al volver a casa llevé más rocas para mi colección.
Ésta llegó a contar con rocas con forma de famosos y rocas de todo tipo. Gracias a los conocimientos sobre rocas que fui adquiriendo a lo largo de mi vida, me ofrecieron un trabajo como guía en un museo.
A partir de entonces mi vida no fue muy emocionante, durante un tiempo fui la quinta tortuga ninja, pero a mí eso de vivir en una cloaca rodeado de ratas…
Con los años, debido a mi eficiente trabajo, fui ascendiendo de puesto y alzando una sólida amistad con mi jefe, una lombriz de avanzada edad, que era el único que comprendía mi pasión por los minerales. El día de su fallecimiento me cedió su puesto en el museo.
Ahora soy el dueño y he expuesto mi colección, le puse de nombre “La exposición más rockera del mundo”. Todos los amantes del rock salen decepcionados de la sala, pero a mí me da igual, una vez cobrada la entrada…

sábado, 23 de enero de 2010

Otra vez oigo a los vecinos de arriba, ya de madrugada. No hace falta que ponga el despertador, sus molestos gritos se encargan de ocupar el lugar de ésta máquina. Ya estoy en la calle y aún se pueden apreciar esos horrendos sonidos de desprecio. Ellos me hacen pensar que soy afortunado al no estar enamorado de nadie.
En el portal me encuentro al siniestro vecino del cuarto, con otra niña mas, no sé en que trabaja pero siempre lo veo llegar con niñas de la mano. Aunque, ahora que lo pienso, siempre que le veo salir lo hace solo. Él si es un buen vecino, nunca hace ruido.
Iba a pasar por el callejón que da a mi trabajo, es mi pequeño atajo. Justo cuando estoy a punto de entrar observo a un conjunto de hombres, armados con navajas, bates, cadenas y otras armas blancas, que le están metiendo una paliza a un pobre hombre, que se negó a darles todo lo que tiene. Entonces decido que era el momento de cambiar la ruta habitual por otra más larga pero segura. Por el camino actual hay tanta gente que es imposible que alguien me atraque.
No hace falta, me llevo la mano al bolsillo y no hay nada, pero antes había metido la cartera en él.
La ausencia de mi peligroso atajo hace que llegue con cierto retraso al trabajo. Nada más llegar, mi jefe se dirige a mí con un tono muy agrio, y me dice que no acepta este tipo de retrasos y que la próxima vez me despedirá. Y me fui a mi puesto de trabajo. Pasada mi jornada, salí de allí y volví a casa.
Al llegar, los vecinos de arriba aún continúan con esa discusión que no parece tener fin. Llega un momento muy extraño que nunca antes se había oído, empiezan a escucharse cosas rompiéndose contra el suelo, eso sí, entre los gritos habituales. Pero, de repente, el silencio se apodera de la estancia, hasta el momento en el cual empiezo a escuchar a alguien llorar, pero no distingo quien es el emisor de ese sonido.
Pasadas unas horas el silencio se ve interrumpido por la sirena de un coche patrulla, que se detiene frente al edificio en el cual me encuentro y de él salen un par de agentes de la ley, que suben a paso ligero las escaleras. Los observé a través de la mirilla de mi puerta, y luego bajaron, pero ésta vez no lo hicieron solos, si no acompañados por el caballero del piso de arriba, que bajó esposado entre los dos policías. Más tarde vuelven a subir otras dos personas, que llevan arrastrando a la mujer del piso de arriba. Ésta tiene la cabeza ensangrentada y la mirada totalmente perdida.
Tras un par de semanas mi vida continua, como si nada hubiera pasado, aunque suelo llegar con el tiempo justo al trabajo, pues yo ya estaba acostumbrado a no tener que usar el despertador. Tampoco me extraña que no me afectara su pérdida, ni siquiera se su nombre, no es que ella fuera muy sociable, ni yo tampoco.
Cierto día, me reencuentro con la banda que poco a poco se va adueñando del callejón, lo que me retrasa y provoca mi despido.
Vuelvo a casa y el vecino del cuarto vuelve a coincidir conmigo, con otra joven. Es curioso, todas las niñas que trae consigo tienen unos rasgos físicos muy similares.
Subo a mi casa y me tumbo en el sofá a dormir un rato. Algo me despierta de un susto, es una melancólica voz de socorro. Salgo al portal y compruebo que no soy el único vecino que salió alterado a ver si averigua la causa de tal grito. Todos empiezan a hablar entre ellos, uno llama a la policía, otro vuelve a su casa… Todo pasa muy rápido hasta que llega la policía y los vecinos narramos lo sucedido. Los agentes van pasando puerta por puerta para averiguar si todo va bien. Al llegar al cuarto piso, el hombre con el que me había cruzado no está en su casa, pero los policías entran de todos modos al saber que yo le había visto entrar y no contestaba.
La casa está vacía, pero se empiezan a oír unos golpecitos, no muy fuertes. Al ser unos golpeteos cada vez más débiles cuesta mucho identificar el lugar del que proceden. Poco a poco la policía descubre que vienen de un armario. Así que, con mucha precaución, lo abren y descubren a la jovencita con la que había llegado. Ella está asustada, agotada y amordazada, tiene también una serie de heridas por todo el cuerpo, de las cuales algunas derraman ríos de sangre. Rápidamente llamamos a una ambulancia, que ya está de camino. Mientras viene la ambulancia, la comunidad de vecinos describimos al inquilino del cuarto, para que las fuerzas de la ley le identifiquen.
Resulta que todas esas niñas de rasgos tan similares habían desaparecido, todos los vecinos estábamos viendo como llegaba con esas inocentes niñas cogidas de la mano, pero no sospechamos nada, o no quisimos hacerlo.
Al día siguiente, estoy tan distraído por todo lo sucedido que no me doy cuenta de que el callejón ahora es territorio de atracadores a mano armada, así que paso por él. Cuando ya voy por la mitad de mi antiguo recorrido, un montón de gigantes armados salen de cualquier escondrijo que pueda haber en ese lugar. Me rodean y me quitan todo lo que tengo, mientras me dan un par de puñetazos.
Al salir de aquel nido de delincuencia, me dirijo al edificio en el que trabajo. Al llegar me doy cuenta de que ya no trabajo allí. No tenía por qué haber pasado por ese terrible callejón…
¿Qué habré hecho yo para merecer esto? ¡Odio éste mundo y a toda esa panda de seres traidores, egoístas, mezquinos y carroñeros que se hacen llamar humanidad! ¡¿Qué conjunto de almas retorcidas y perversas son capaces de no solo acabar con las otras especies de la tierra si no de acabar también con su propia existencia, matándose los unos a los otros?!¡¿De qué sirve asustarse de todas las historias que nos cuentan acerca del infierno e intentar asegurarse una plaza en el cielo para librarse del, si nosotros ya vivimos en un verdadero infierno?!
De vuelta a casa me encuentro con una tienda de armas, no sé muy bien porque, pero el odio y la ira me empujan a entrar en ella. Una vez dentro, el encargado me dice que necesito una serie de permisos y de papeles para poder comprar un arma, pero, como todo ser humano, acepta cederme el arma sin papel alguno a cambio de una gran suma de dinero.
Me dirijo al callejón, esta vez movido por la furia. Los atracadores salen al encuentro, entonces saco mi reciente adquisición y le lleno el pecho de plomo al primer gorila que se me acercó. Al ver mi reacción, el resto de esos miserables seres huyen despavoridos como hormigas a las que levantas la piedra donde se esconden. Gasto casi todos mis pequeños asesinos de nueve milímetros en no ofrecerles escapatoria posible a esa escoria cobarde, que sólo iban armados con navajas. Éste es su merecido final, he acabado con ellos y me sobra una bala. ¿Qué puedo hacer con ella? Bueno, tengo curiosidad por saber si es posible que exista un mundo peor que este.

sábado, 21 de noviembre de 2009

Eloy Hermida Trujillo
Yo no soy realmente malo, tampoco me considero peligroso. Pero no conozco ninguna manera de hacérselo ver al resto del mundo. Ya sé que algunos de mis actos no fueron los más adecuados, pero no considero que me merezca tal castigo.
Me acababa de adoptar una nueva familia, tenían cara de buena gente, y el bebe parecía simpático.
Una vez en casa me dieron de comer y jugamos todos juntos con una pelota. Todo iba de maravilla ¿Sería este mi hogar definitivamente? Eso creía, en serio, tenía total confianza en ello, pero los sueños solo son eso, sueños.
Pasados unos días, el bebe me cogió por una oreja y empezó a tirar y tirar con todas sus fuerzas. En ese preciso instante me lancé sobre él, no acabo de comprender exactamente porque lo hice, pero me abalancé rápidamente y le arañé toda la cara. Por suerte sus padres me alejaron de él antes de que la cosa fuera a más y se produjera alguna desgracia.
Naturalmente se deshicieron de mí, como muchos otros antes que ellos. El encargado de la perrera ya estaba acostumbrado a mis predecibles ataques de furia que me hacen volver. Ni siquiera cedía mi jaula a otro, sabía que sería cuestión de días.
Después me adoptó otra familia bastante peculiar, formada por una pareja joven y su gato, con el cual no me llevaba nada bien. Siempre que ese escupe pelusas tramposo rompía algo o simplemente hacía de las suyas se las apañaba para que el supuesto culpable fuera yo.
Esta tensión insufrible me recorre todo el cuerpo, no sé cuánto tiempo falta para el gran momento, pero no tengo prisa, mi instinto no me indica nada bueno.
Años después, surgió de las innumerables ocasiones de adopción fue por parte de unos señores mayores, cuyo hijo se acababa de marchar de casa, que se sentían solos y necesitaban compañía. Con ellos sí que estaba a gusto, y llegué a durar mucho tiempo en su casa, pero acabé haciéndoles daño porque me asustaron cuando se acercaron a mí de forma amenazante. Entonces, no sé porque, les pequé un mordisco a cada uno.
El asunto me reconcome cada segundo que pasa ¿Seré un monstruo? Empiezo a pensar que si, cuando echo la vista atrás y recapacito sobre mis actos llego a repugnarme a mí mismo.
El tiempo corre y yo sigo haciendo memoria, algunos recuerdos, de las primeras personas que me adoptaron, están algo borrosos, supongo que son de cuando era cachorro.
Pasaba mucha hambre, mi cuello estaba destrozado y marcado. Me dispuse a intentar beber las cuatro gotas de agua que había en el bebedero, pero no saciaban mi sed.
Me desperté en el veterinario, donde me dieron de comer y beber. Volví a casa y, cuando él se me acercó con la cadena de los castigos, una ola de sensaciones rompió en mi cabeza. Primero sentí respeto, aunque más bien era miedo, en segundo lugar vergüenza, pues algo malo habría hecho, pero la última fue furia, pues ese adicto al sufrimiento ajeno me castigaba hasta por respirar. Así que le ataqué, así sin más. La suerte no se puso de mi lado, era pequeño y el era un gigante ya acostumbrado al maltrato animal. Tras ese incidente fui a la perrera y empezó la cadena de adopciones.
Recuerdo vagamente a mi primer dueño y ahora lo entiendo todo, la culpa de todo este mal comportamiento que me ha perseguido a lo largo de mi vida y que me impidió gozar del calor de un hogar.
Ya oigo al encargado de la perrera al final del pasillo, podría decirse que él fue mi verdadera familia, pero al final se cansó de mí, como todos. Dicen que sólo es un pinchacito, que es algo rápido. Yo no me lo creo, aunque da igual, sea lo que sea lo descubriré pronto.
Aquí llega, empiezo a recorrer el pasillo, que ahora me parece más largo que nunca, y llego a la sala de la que nunca regresó ningún perro.
Ya está pagado todo el mal que hice, ya recibo mi castigo, ya es el fin.
¿Dónde estoy? ¿Es el cielo? Un momento… Aquí hay un cuenco como el mío y una cama como la que tengo en la perrera.
-Pobrecito, no entiendo porque te desmallaste al llegar al final del pasillo. Bueno, mañana te tendré que llevar al veterinario-. Dice una voz conocida.
Resulta que el perrero me ha adoptado, es el único que conoce la razón de mi comportamiento y, por tanto, que me comprende.
Esto me parece un nuevo principio y una nueva oportunidad para mí, voy a mejorar mi conducta a partir de ahora.

domingo, 1 de noviembre de 2009

EL PORQUERIZO

Eloy Hermida Trujillo
EL PORQUERIZO (escrito por la princesa)
Estaba yo tan tranquila en mis aposentos sin esperar que nada especial pasase ese día, mas mis incrédulos pensamientos fueron sorprendidos al llegar a mis dulces oídos noticias de que recibiría unos impresionantes regalos por parte de un conocido príncipe. Pero la emoción que me inundaba fue vaciándose al tiempo que abría los ya famosos regalos
He de reconocer que en un principio la rosa me llegó a impresionar, pero fue innombrable el gran disgusto que me llevé al contemplar que no se trataba ni más ni menos que de una flor natural. El segundo regalo causó gran devoción entre los allí presentes, pues pocas veces puede uno disfrutar de un canto tan perfecto y sofisticado como el que emitía ese sorprendente ave, mas mis pensamientos se centraron en lo cruel que puede ser tener a tal criatura enjaulada, por lo que ordené que la liberaran.
Cierto día, estaba yo, tan sofisticada y mona como siempre, paseando con mis doncellas cuando llegó a mis preciosos conductos auditivos una agradable melodía. Gracias a mi gran ingenio conseguí adivinar que el instrumento que emitía ese sonido era posesión de un simple porquerizo, el cual tuvo la osadía de atreverse a sugerir que mis suaves e inaccesibles labios rojizos rozaran con sus sucios y asquerosos labios de plebeyo, pero no solo una si no diez veces. Claramente me negué a concederle tal placer tan solo por una simple cacerola que, además de emitir ese son, olía a todas las comidas que se estaban a cocinar en ese momento en todo el reino. Pero la tentación pudo con mi dignidad y acabé aceptando el vergonzoso trato.
Después de ese mal trago estuve disfrutando con mis doncellas de aquel maravilloso aparato, pues mi amabilidad me forzaba a compartirlo. Al momento escuchamos un fantástico vals que procedía del último sitio del que pudiera desear que proviniera, de una carraca poseída por el despreciable porquerizo. Esta vez no eran diez, si no cien besos los que el indeseable pidió. En mi incasable lucha por evitar todo contacto con ese pintoresco personaje, decidí hacer alarde de mi insuperable capacidad de regateo para confundir a la suciedad con patas que quería la dulzura de mis labios, pero me resultó imposible lograr tal hazaña dada la cabezonería del porquerizo. Acepté el trato, pero no por mí, por el bien de todos los incultos a los que yo pudiera mostrar grandes vals con la carraca.
Mientras me disponía a darle los susodichos besos, mi padre surgió de entre mis doncellas y me vio dándole uno de los muchos besos que ya le llevaba dado al porquerizo. Su decepción fue tal que tomó la decisión de desterrarnos a ambos. En tal momento, debido una vez más a mi gran inteligencia superior regada por sangre azul, caí en la cuenta de que podía irme a vivir y casarme con ese príncipe tan famoso que me había hecho esos regalos tan horribles, no estaba realmente enamorada de él, pero le podía conceder ese honor a cambio de un hogar.
Para mi sorpresa, el porquerizo resultó ser aquel príncipe, que me despreció en el mismo instante en el que me enteré de quien era con una furia muy intensa reflejada en sus ojos.

domingo, 4 de octubre de 2009

Eloy Hermida Trujillo, 3º ESO B


En los tiempos de mis abuelos, las niñas solían ayudar más en casa que los niños, por lo que he decidido dedicar esta redacción a la infancia de mi abuelo.
Entonces los niños usaban más la imaginación que hoy en día y los niños más traviesos, como es el caso de mi abuelo, hacían unas trastadas muy originales. Recuerdo que mi abuelo me contó que él y sus amigos le dijeron a una señora que vendía gallinas:
-¿Señora, cuánto pide por estos conejos?
-No son conejos, son gallinas.- Respondía ella. Después llegaba otro de los compañeros y volvía a formular la misma pregunta, así sucesivamente hasta que preguntaron todos.
Pero esa técnica tenía más utilidades, una vez, le dijeron a un hombre:
-¿Te encuentras bien? Tienes mala cara.
Al final, tras decirle tanta gente que tenía mala cara, el pobre hombre acabó sintiéndose mal de verdad.
Tales trastadas no se empleaban solo con amigos, mi abuelo también le gastaba bromas a sus hermanos. Una noche, llegó a casa y vio a su hermano Manolo durmiendo con la boca abierta y le metió una vela en la boca. Al día siguiente intentó volver a hacerlo, pero Manolo le cogió y le pegó a más no poder. Otra noche, su hermano le estaba persiguiendo y se colocó bajo el interruptor de la luz, cuando intentó encender la luz le mordió la mano.
No todo era gastar bromas, mi abuelo también iba de fiesta en bicicleta y, para que no se la robaran, él y sus amigos colgaban las bicis de un árbol. Así, mientras bailaban, miraban al árbol y podían mantenerlas vigiladas.
También le gustaba cantar pero lo hacía tan mal que una vez, al oírle cantando una serenata para mi abuela, un perro le empezó a perseguir.
Me gustan tanto las bromas de mi abuelo que no puedo evitar caer en la tentación de narrar otra historia más:
Había en Villalba, lugar donde vivía mi abuelo, un hombre muy rico y con muy mala leche, que siempre llevaba sombrero solía ser víctima de las trastadas de mi abuelo y sus amigos. Lo que hicieron fue atar un cordel al martillo de una casa, pues de aquella no había timbres, y se escondían en la calle de enfrente. Cuando pasó el señor subieron el cordel a la altura del sombrero y se lo tiraron al suelo, cuando él se agachó a cogerlo tiraron fuertemente del cordel para petar en la puerta y que el dueño de la casa le echara la culpa de haber petado a él.
Cada vez que mi abuelo llegaba a casa con heridas sucio o habiendo hecho alguna trastada le pegaban para evitar que volviera a hacerlo, pero él siempre volvía a hacer algo al día siguiente.
En resumen, mi abuelo si no iba calentito para cama no se quedaba tranquilo.

viernes, 2 de octubre de 2009

HOLA Y BIENVENIDO A MI BLOG